
Cuando uno parece haberse decidido definitivamente a pasar la velada en casa, cuando se ha puesto la bata, se ha sentado
después de la cena frente a la mesa iluminada y ha comenzado algún
trabajo o algún juego, después del cual podrá irse tranquilamente a la
cama, como de costumbre; cuando afuera hace mal tiempo y quedarse en
casa parece lo más natural; cuando ya hace tanto tiempo que uno está
sentado a la mesa que el mero hecho de salir provocaría la
sorpresa general; cuando, además, el portal está a oscuras y la puerta de la calle trancada, y cuando a pesar de todo uno se levanta, presa de
repentina inquietud, se quita la bata, se viste con ropa de calle,
explica que se ve obligado a salir, y después de una breve despedida
sale, creyendo haber provocado mas o menos indignación según la brusquedad con que cierre la puerta; cuando uno se encuentra en la calle y
ve que sus miembros responden con singular agilidad a esa inesperada
libertad que se les ha concedido; cuando gracias a esta decisión uno siente
reunidas en sí todas las posibilidades de decidir; cuando uno
comprende con más claridad que de costumbre que posee más poder que
necesidad de provocar y soportar con facilidad rápidos cambios, y
cuando uno recorre así las largas calles, entonces, por una noche, uno
se ha distanciado completamente de su familia, que se desvanece en la nada,
y, convertido en una silueta vigorosa y de atrevidos y negros trazos, golpeándose los muslos con la mano, adquiere su verdadera imagen y
estatura.
Todo esto resulta más fuerte aún si a esas altas horas de la noche uno decide ir a casa de un amigo para ver cómo le va.