Al fondo, gemidos.
Arrastrando la pierna, me proporcioné una botella de ginebra, me tendí en la terraza y me dediqué a ensoñar la añorada soledad, que, en unas horas, recobraría. Mis costumbres pequeñas y obscuras. Mis indecisiones, libres, aunque me llevasen al aburrimiento. El silencio y la penumbra de las largas tardes. La irrealidad y Tub. Estaba comprobado, una vez más, que sólo se puede convivir con quien se ama verdaderamente, con quien se conoce, se respeta y se protege. Con uno mismo.
...
Pretendía
confesarle, sentado en los escalones de la puerta balcón, que toda
elección contraría nuestra tendencia a la promiscuidad, que, al
discriminar, se aparta mucho más de lo que se acoge y, sobre todo, se
acrecienta esta otra humanísima tendencia a la soledad eterna. Quien
ama a una sola mujer -y bien sabía yo que no existe mayor narcisismo-
comienza a cogerle el gusto a la muerte.
...
-Dime que haremos posible otra nueva vez estar juntos y ser
felices.
La felicidad, como siempre había sabido y en tantas ocasiones
olvidado, era una de esas entelequias que no provienen del prójimo. Condescendí a explicárselo.
-Yo no quiero ser feliz, Mary. Yo lo que necesito
es calmarme.